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30 de septiembre de 2013

Presentación de mi poemario ¨A ojo y de oídas¨

Y la palabra de JORGE NÚÑEZ ARZUAGA: profunda calidez...



Cada vez que me dispongo a leer un texto me surgen dos intereses:
1º el de comprender lo que se dice en forma explícita, o se sugiere elípticamente; y 2º  descubrir desde “dónde” habla el autor, cuáles son sus motivaciones, su entorno y la circunstancia en la que se emplaza, o de la que pretende desplazarse.
De seguro que en la narrativa uno puede pesquisar huellas y rastros que delatan una dirección, un “ir hacia”, una referencia temporal y espacial: el texto va para algún lado, el autor lo está llevando, y el lector lo sigue; tal vez los relatos se crucen o superpongan, pero siempre habrá un antes, un ahora y un después. En esos universos las cosas tienen cierta estabilidad, se cumplen algunas convenciones y las palabras tienen credibilidad, aunque sean historias fantásticas.
Pero en la poesía las referencias son difusas. Hay mutaciones permanentes. Casi como un agujero negro trastoca las leyes de la física, la poesía se fagocita a sí misma o se reproduce a velocidad viral.
La poesía se puede construir en un proceso de evolución del ser; se puede destruir porque la época la atrapó con un manto de implosión;  o se puede deconstruir para salvarse del olvido: es decir, estudiarse a sí misma y dilucidar su árbol genealógico, las experiencias y saltos cualitativos que le permiten reconocerse como tal, como Poesía.
Con estas prerrogativas abrí el libro “A ojo y de oídas”, de Carlos Enrique Cartolano.
Antes de empezar con sus poemas, el autor eligió esta cita:
“La poesía… esa energía secreta de la vida cotidiana,
que cuece los garbanzos en la cocina,
y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos”.
                 Gabriel García Márquez (La soledad de América Latina)

¿Por qué nuestro amigo poeta le hace decir a García Márquez lo que él quiere demostrarnos con su obra?
Quizás la autoridad literaria de ese tal Gabo ayude a validar lo que Cartolano sabe per se. Porque apenas empezamos a recorrer sus propios versos la poesía brota de los objetos que lo rodean: los eucaliptos, el agua, las carnes mustias,
el frescor de la hierba, las estrella fijas y los teclados celestes…
Pero todo aquello tiene vida, se mueve, percute: la brisa y el aire; las alas; redoble de timbales y agudeza de violines; y la luz que está al final del tiempo.
Esa energía secreta de la poesía ya fue pescada in fraganti por Cartolano, que se regocija como un niño poeta jugando con los colores y las melodías. Las esparce en las páginas y el libro se convierte en un campo de trigo con cuervos, como esa pintura de Van Gogh que aturde los sentidos: estallan amarillos en los ojos, claman los graznidos en los oídos.
Así escribe nuestro amigo poeta: a ojo y de oídas. Está atento: mira para ver, escucha para oír. Intuye que en las formas del mundo y en los sonidos del universo anida el sentido de lo más valioso por develar: el porqué de la existencia en el pulso de lo cotidiano.
Cartolano no es un observador imparcial, y su diversión no es banalidad. Él se siente involucrado. Se cuestiona y se exige a cada paso. “Llego rumiando mi último texto”, dice, y en otro poema exclama “¡Hay que descubrir! Oler. Palpar. Gustar”
Niño poeta y hombre explorador.
“¡Poeta! ¡Poeta!
¿Quién llama? ¿Es por mí que vibran las circunvoluciones?
O alguien puede llamarme
como sólo yo sé que me llamo…”
Nuestro amigo poeta, Carlos Enrique Cartolano, dice de manera explícita que la vida está aquí, al alcance de la mano, y elípticamente confiesa que a veces se siente solo, pero siempre esperanzado.
Y desde “dónde” lo dice: desde la profundidad de un corazón agradecido; un niño poeta que no resignó su ludismo ni ante la injusticia ni la tristeza; un hombre explorador que se detiene para oler, palpar y gustar, y luego avanza con tesón porque quiere verle la cara al futuro.
Él tiene una certeza que sólo puede verificarse empíricamente:
“La poesía está escondida en un rincón del alma.
Ella no tiene frio: arde siempre…”


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